Los talentos perdidos

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Miro a ese muchacho africano que me ofrece pañuelos de papel a la vuelta de una esquina o en la puerta del supermercado y me pregunto cuál será su historia, cómo es el lugar del que tuvo que irse, qué travesías escalofriantes habrá hecho hasta llegar aquí, a esta calle de Madrid en la que su identidad personal queda reducida a una presencia genérica, un negro que pide limosna o que ofrece pañuelos, y que extiende una palma endurecida y cóncava cuando se le da una moneda. Miro un momento sus ojos, pero aparto enseguida la mirada, por timidez o vergüenza, como cuando voy en el metro y no llevo monedas para dar al inmigrante, en este caso latinoamericano, que se empeña con una simpatía exasperada en vender cosas que no quiere nadie, bolígrafos con tintas de varios colores, pulseras, bolsitas de caramelos, yendo de un extremo a otro del vagón, con la mochila de sus mercancías al hombro. Los africanos que piden suelen ser jóvenes y fuertes. Los chamarileros voluntariosos del metro son hombres entrados en años, con acentos de países que cada vez es más fácil distinguir, porque en Madrid, en los últimos años, las tonalidades del español de América han añadido flexibilidad y dulzura a nuestro áspero castellano local: en las tiendas, en los bares, en los restaurantes, hasta en los taxis, donde ya van siendo más raras las broncas voces de las radios biliosas. Jóvenes venezolanos se juegan la vida pedaleando en bicicleta para llevar comida y bebida a domicilio a gente caprichosa, en medio del tráfico agresivo de las noches del fin de semana. En nuestras casas, las trabajadoras domésticas nos acostumbran a sabores latinos, enseñan canciones de su tierra a nuestros hijos y nietos, sacan a tomar el sol a los ancianos en sus sillas de ruedas; y el repartidor que llama a la puerta para entregar un paquete nos pide el número de carnet con un acento de aquellas tierras, y también con una cortesía que puede incluir la delicada pregunta: “¿Me regala una firma?”.

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