Dice Simone Weil que no observar la belleza del mundo es un pecado que tiene por castigo perderla. Esta mañana en el Retiro me perturban el ruido y la masacre botánica en miniatura de los cortacéspedes municipales, pero el olor a savia de la hierba recién cortada me inunda los pulmones con un golpe inesperado de júbilo que alivia el alma, y que se confunde con el olor todavía más poderoso de un eucalipto, su tronco gigante rodeado de una alfombra de hojas caídas, largas como cintas. En este momento no hay más presencia a mi alrededor que un mirlo recién aterrizado que explora sin reparar en mí, con su pico amarillo, la hierba corta y muy verde entre las hojas secas del eucalipto.
Pero ahora mis pasos cobran una dirección. Me he acordado, no sé si por la efusión de los olores en la sombra fresca, de que ya faltan pocos días para que se lleven del Prado un cuadro que pertenece al Museo de la Fundación Norton Simon de Pasadena, en California, el Bodegón con cidras, naranjas y rosa que pintó y firmó Francisco de Zurbarán en 1633, y que ha estado en Madrid desde marzo. He ido a verlo de vez en cuando a lo largo de estos meses, pero esta mañana se me ocurre la idea insidiosa de que puede que no vuelva a verlo nunca. Nadie ve un cuadro de verdad si no lo tiene delante de los ojos. Y no solo por la inexactitud de las reproducciones, sino por la cualidad de presencia que imponen su tamaño y su escala, el espacio físico en el que el espectador se encuentra con él, como bajo el influjo de su campo magnético, la materialidad de la tela, los pigmentos, la madera del marco, la luz de la sala, el ánimo de quien mira, desde qué mundo secreto.