Los últimos testigos

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Mi abuelo paterno hablaba muy poco, y se fue tan en silencio como había vivido, doblando la cabeza blanca hacia el pecho, sin un quejido, en la mesa del comedor. Mi abuelo materno no se callaba nunca, pero en los últimos años de su vida, muerta su mujer, apenas volvió a abrir la boca. En esa época yo llevaba ya mucho tiempo fuera de mi casa, y había dejado de prestarle atención, de esa manera algo despiadada en que los jóvenes se desinteresan de los viejos, pero toda mi niñez la había pasado escuchando las historias que contaba, que me contaba a mí a solas como si fuera adulto, quizás porque en la familia todo el mundo estaba aburrido de ellas, o porque en aquellas vidas tan difíciles que tenían sobraba poco tiempo entre el regreso agotado del trabajo y la caída en el sueño. Yo estaba en el campo recogiendo aceituna o ayudando en las tareas de la huerta y ponía el oído a las cosas que se contaban entre sí los hombres mayores, coetáneos de mis abuelos, y también los de la edad de mis padres. A una generación le había tocado vivir la Guerra Civil como adultos, y también tenían recuerdos muy favorables de la dictadura de Primo de Rivera, en la que contaban que había habido mucho trabajo en las obras públicas; la de mi padre, fue la de quienes eran niños en la guerra. Muchos de ellos la recordaban sin tristeza, porque habían pasado nada menos que tres años sin ir a la escuela. Ese recuerdo coloreado con tonos parciales de felicidad volví al encontrarlo en cuentos y novelas de Juan García Hortelano, niño en el Madrid asediado, y en las cosas que me contó una tarde memorable la madre de mi amigo Luis Suñén, que jugaba con sus amigas a recoger trozos de metralla enfriados en la Gran Vía, después de los bombardeos.

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