Al llegar a la sede de Radiotelevisión Española, en las afueras confusas de Madrid, se oye siempre el parloteo escandaloso de las cotorras que anidan y se agitan innumerablemente en las copas de los pinos. Ese estrépito invasor contrasta con la quietud que uno encuentra cuando se interna en el laberinto de los corredores que llevan a los estudios y a las redacciones del edificio de la radio, y a los espacios más dilatados y solitarios del ocupado por la televisión. La impresión dominante es de una arquitectura de modernidad ampulosa pero muy gastada, un monumentalismo de superficies lisas, ventanales y ángulos que a mí me hace pensar en instalaciones oficiales de la RDA. Es esa modernidad en la edificación que reinó en los años sesenta y setenta, cuando una especie de optimismo futurista solía combinarse con el descuido y el abaratamiento de los materiales, de modo que sus promesas se quedaron tan rápidamente obsoletas como sus cubiertas o sus instalaciones eléctricas o el ajuste de sus ventanas.
Otra televisión, otro país
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