Un misterio de lo que podríamos llamar la psicología de los déspotas es el empeño que ponen en organizar procesos electorales visiblemente amañados en los que obtienen siempre victorias aplastantes, o arrolladoras, por usar dos de esos adjetivos velcro que se añaden siempre a ciertos sustantivos, de modo que todas las condenas son enérgicas, y las necesidades imperiosas, y los incendios pavorosos o dantescos, y las adhesiones inquebrantables. Pero a veces esas rutinas verbales son exactas: hay victorias que literalmente aplastan a países enteros, que arrollan como aludes y sepultan a quienes han tenido la temeridad o la decencia de disentir de una forzosa unanimidad. En las zarandeadas democracias aguantamos campañas electorales insufribles, en las cuales los candidatos dedican sus mejores energías a encender el entusiasmo de los previamente entusiasmados y de los agradecidos que dependen del resultado de las votaciones para no perder un cargo o un puesto de trabajo; en las democracias leemos obsesivamente las predicciones de las encuestas, y a los pocos minutos del cierre de las urnas ya estamos angustiados por los primeros indicios de los resultados, como si no fuéramos a conocerlos con toda claridad dentro de dos o tres horas, en un desenlace que muchos nos hemos resignado ya a encontrar calamitoso.
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