La palabra ruido aparece muy pronto en Don Quijote de la Mancha. Aludiendo en primera persona a su amarga experiencia de la cárcel, Cervantes dice que en ella “toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación”. Viejo soldado que había conocido el fragor de las explosiones y los gritos en la batalla de Lepanto, cautivo en Argel durante cinco años, huésped frecuente de las terribles ventas y posadas de los caminos de Castilla y Andalucía, Cervantes era una de esas personas de disposición sosegada que se vio casi siempre acosado por los tristes ruidos del mundo. Por eso celebra tantas veces en su literatura el silencio, y lo califica repetidamente de maravilloso, un refugio y un antídoto contra las estridencias y las cacofonías de una realidad inhóspita. En uno de los capítulos más misteriosos de la Segunda Parte, cuando don Quijote y Sancho se encuentran acogidos en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lo que disfrutan más los dos, además del buen trato y la comida abundante, es el “maravilloso silencio” que reina en ella. Es el silencio lo que prevalece en ese capítulo en el que no hay ninguna peripecia: inventado casi él solo el arte de la novela, Cervantes inventa también esa novela en la que no ocurre casi nada, salvo lo más difícil de contar, que es el fluir cotidiano de la vida, sin tramoya de argumento ni de golpes de efecto, como en una historia de Flaubert o de Chéjov, o en una página de diario de Josep Pla.
Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.