Fantasmas de doblaje

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Hablamos y hasta vivimos cada vez más como personajes en una película doblada, en la que hay siempre una desconexión entre las caras y las voces, una discordancia entre el mundo que representa la película y el idioma artificial injertado en ella, ajeno a cualquier acento verdadero, aunque intentando una cercanía forzada al idioma de origen. También el idioma que hablamos nosotros se parece al de los doblajes, porque está influido, contaminado por él, y ya decimos que algo es jodidamente o malditamente esto o lo otro, y el epíteto “puto” aspira a la equivalencia con el admirado fucking de las películas y las novelas. Esa imitación nos permite imaginar que ya casi estamos hablando la lengua del imperio al que pertenecemos como lejanos súbditos coloniales, y hacia el que estamos mirando siempre con la fascinación de esos siervos que, en lugar de a la libertad, aspiran dócilmente al favor de sus señores. El complejo de inferioridad se alía en nosotros con el esnobismo. Hablamos mal o ignoramos del todo ese idioma que nos parece superior al nuestro, pero nos adornamos con la bisutería de sus palabras casi siempre mal usadas, de sus giros y expresiones mal traducidos, y por el simple hecho de exhibirlos sentimos que somos más inteligentes, o más cool.

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