Donald Trump es como una de esas criaturas monstruosas de las películas baratas de ciencia ficción y de terror de los años cincuenta, que emergen amenazadoramente de no se sabe dónde y parece que van a apoderarse del mundo o a destruirlo, y cuantos más disparos reciben, más ataques, más descargas químicas letales, se vuelven más fuertes todavía, crecen más rápido, se yerguen sobre los héroes y los científicos que al intentar controlarlas no han hecho otra cosa que alimentar su poder. El Godzilla gigante que arrasaba ciudades japonesas de evidente cartón piedra derribaba a manotazos como si fueran moscas los aviones de caza lanzados contra él, y además carecía de la vulnerabilidad sentimental del pobre gorila enamorado King Kong. King Kong pertenece a una fantasía de exotismo colonial heredada de las novelas imperialistas de aventuras del siglo XIX: extraviado y fugitivo en la Nueva York del siglo XX, su peligro era muy escaso, y su supervivencia tan difícil como la de otros grandes animales salvajes condenados a la extinción.
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