De niño deseaba cosas que no podía tener, pero no envidiaba a los que sí las tenían. Cada año pedía un tren eléctrico en la carta a los Reyes Magos, y aun antes de descubrir el triste secreto sobre ellos ya intuía que aquella petición iba a quedar sin respuesta. Pero como en mi calle ningún otro niño recibía aquel juguete suntuoso, el tren eléctrico seguía formando parte del mismo mundo inaccesible en el que se movían los héroes de las películas. Desde principios de diciembre, aquellos trenes emprendían sus viajes circulares en los escaparates de las jugueterías, en sus paisajes simplificados de montañas, túneles, puentes, estaciones con tejados alpinos y relojes en miniatura. Yo los miraba tras el cristal y la simple felicidad de la contemplación era tan perfecta que volvía superflua la idea de poseer lo contemplado. La intensidad con que lo miraba hacía que fuera mío el tren eléctrico. Hacemos nuestra la obra de arte, el libro o la canción sin ninguna necesidad de poseerlas. Es más de cada uno porque es de todos y es de nadie. La educación estética del niño empieza con los juguetes, con las canciones y los cuentos, y por eso en la literatura hay una raíz más profunda y más pura que no es la de lo literario. Yo no había visto de cerca ningún tren, y en mi tierra había colinas de olivares o de viñas, no bosques de montaña, pero en la campana de vidrio del escaparate el tren eléctrico y su paisaje formaban una maqueta suficiente del mundo, una visión a la vez fantástica y meticulosa que hacía concreto el misterio y daba un aire de fábula a una calle de todos los días.
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