A algunas personas que acumulan desmedidamente el dinero o el poder sus admiradores más abyectos llegan a atribuirles cualidades inauditas. De Henry Kissinger decían algunos de sus cortesanos y cobistas que no solo era un estratega magistral en los asuntos internacionales y un erudito de profundo saber en la historia de la diplomacia, sino que además, cuando se lo trataba de cerca, tenía un excelente sentido del humor. Algunas pruebas han llegado documentalmente a nosotros. En Nueva York o en Washington, en las fiestas de alta sociedad a las que era tan aficionado, decía a veces, con una sonrisa radiante de descaro y astucia, cuando le presentaban a un desconocido: “¿Usted también piensa que soy un criminal de guerra?”. Pequeño y regordete, con su cara y sus gafas de empollón, se complacía en exhibirse del brazo de actrices siempre más altas que él, y repetía la misma explicación de sus habilidades seductoras: “El poder es el gran afrodisiaco”.
Los afrodisiacos de Henry Kissinger
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