Los árboles de Guadalajara

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Siento que no llego a conocer de verdad Guadalajara porque no la he explorado caminando. La caminata es una forma privilegiada de conocimiento. Esta Guadalajara inmensa de México la veo casi siempre desde la ventana en una planta muy alta del hotel o por la ventanilla elevada de un coche, uno de esos todoterrenos que parecen hechos a la escala de las autopistas de Texas. Desde las alturas del hotel, la ciudad es una extensión de edificios bajos y manchas muy verdes de vegetación interrumpidos por bloques industriales o por torres de oficinas o de apartamentos. En el horizonte, la ciudad se prolonga brumosamente en colinas bajas y azules, escalando hacia ellas, y cuando cae la noche todo queda sumergido en un océano de oscuridad puntuado por luces, las de los pilotos rojos de los coches como ríos de lava en las avenidas atascadas de tráfico, las luces azules o rojas que alumbran algunos edificios muy altos. De noche, igual que de día, hay muy poca gente caminando por las aceras, pero esa negrura de alumbrado público débil y lugares desiertos infunde en el que llega de lejos una sensación de desamparo, y quizás de peligro. Relumbran como islas las gasolineras muy bien iluminadas, los ventanales de los restaurantes de lujo. En una zona desolada de casas bajas que son almacenes o talleres se enciende a veces la claridad prometedora de un puesto humilde de comida. Quien llega de Europa después de un vuelo que ha durado más de 12 horas mira por la ventanilla del taxi, aturdido a la vez por el sueño y por el insomnio, y lo ve todo tras un velo de irrealidad: esa autopista del aeropuerto, las avenidas rectas y muy arboladas, como bulevares, la pura duración del trayecto, acentuada por el cambio de horario y por esa rareza de ensueño que tienen las ciudades a las que llegamos de noche.

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