Hay tantas cosas urgentes que a nadie le queda tiempo para ocuparse de las cosas importantes. Con el espanto de la guerra en Gaza, de la guerra en Ucrania, con el esperpento de ese fugitivo catalán de la justicia y los edecanes de su corte irrisoria en Bruselas recreándose en mantener en vilo a un país entero, ¿quién tiene tiempo, por ejemplo, para prestar seriamente atención al cambio climático, a las noticias diarias sobre los récords escalofriantes de temperaturas, o a las otras noticias no ya sobre la inacción a la vez criminal y suicida de empresas y gobiernos, sino sobre el incremento de las inversiones en combustibles fósiles en los mismos países teóricamente comprometidos a ponerles un límite? El ruido y la gresca lo borran todo. Los gritos roncos de esos bárbaros que ocupan la calle de Ferraz en Madrid con sus brazos levantados y sus banderas incendiarias remueven esa parte profunda de la memoria en la que sigue latente el miedo a lo peor del pasado: al Cara al sol, al uso bestial de la palabra “maricón”, la palabra “moro”, la palabra “hijoputa”, toda esa negra aspereza española que muchos de nosotros tuvimos la mala fortuna de experimentar en persona; una agresividad de barra de bar y copa de coñac, de arenga cuartelera, de exabrupto en tendido taurino o graderío de fútbol.
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