Pestilencia del crimen

Publicado el

Un día, este verano, en un restaurante de Mallorca, pedí el pescado del día y cuando me lo pusieron delante el olor a podrido me revolvió el estómago. Lo aparté a un lado, y cuando logré llamar la atención de un camarero agitado y sudoroso, visiblemente desbordado por sus obligaciones, me miró con aire de sospecha, y al oír mi observación sobre el plato que él mismo me había servido puso cara de contrariado, casi ofendido. “Para gustos, colores”, dijo al retirarlo. Quise puntualizar que no se trataba de gustos ni de colores, sino de una evidencia olfativa que había provocado la respuesta tajante de la náusea, pero el camarero ya se alejaba para atender otras urgencias, con el sudor brillándole en la cara y oscureciéndole la camisa negra y ceñida, como de restaurante de cierta pretensión. El ruido de la música y el de la gente tampoco facilitaban que nos entendiéramos, en ese día desdichado en que la ola de calor extremo y la inundación innumerable del turismo nos hacían comprender, junto al olor a podrido del pescado, que a todo crecimiento desmedido le llega un límite de calamidad y derrumbe, y que quizás deberíamos marcharnos cuanto antes de esa bella isla a la que tantas veces nos había gustado regresar. Muy cerca, en la orilla del mar, el agua era caliente y espesa como una sopa y reinaba un hedor a algas muertas. No sabía si me encontraba en una novela de Michel Houellebecq o en una pesadilla futurista de J. G. Ballard.

Seguir leyendo >>