Breve historia de una novela

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En el preludio y luego en el interior de cada novela hay otra novela que es la de su invención. La historia que el lector llega a tener entre manos es la parte visible de otra historia siempre misteriosa, y muchas veces sorprendente. El tránsito de la experiencia a la ficción es un largo proceso en gran parte inconsciente que estalla de pronto en una especie de repentina iluminación. Tiene algo de reacción química, porque es el resultado del encuentro o el choque de elementos de origen muy distinto, que cristalizan de golpe en la promesa de una forma nueva, que los contiene a todos pero que es distinta de ellos.


En mi experiencia, la voluntad interviene poco, al menos en las primeras fases. Una novela lleva tal vez mucho tiempo escribiéndose ella sola como se despliega una simiente bajo tierra, o como se forma un sueño a partir de briznas muchas veces triviales de la vida diurna.
El catalizador, al menos en mi caso, es siempre el azar. “El azar me provee siempre con todo lo que ncesito”, dice Joyce. Eso me recuerda la declaración de un mendigo de Nueva York que sirvió de inspiración para una novela de mi amigo Pedro Plaza: “Todo lo que necesito lo encuentro en la basura”. Hace ahora siete años un conocido me contó la historia que está en el origen de “No te veré morir”. Pasado el tiempo, me doy cuenta de que ya no recuerdo cuáles son los elementos concretos de aquel relato original que permanecen en la novela, tan largo y tan intenso ha sido el proceso de invención. El hilo de la pasión amorosa entre olvidada y perdurada al cabo de los años se prolongaba con otro motivo que me es igual de cercano, el del extrañamiento y el regreso, inevitablemente vinculado a mi experiencia de la vida en Estados Unidos, y de la mucha gente que he conocido que se movía, se mueve, entre un mundo y otro, siempre un poco o un mucho extranjero.


Pero yo no tengo nada si no tengo un punto de partida, una primera frase. Puede llegar o no llegar. Libros posibles en los que he trabajado mucho tiempo han quedado en suspenso o se han malogrado porque, aunque tuviera cuadernos enteros llenos de apuntes, no encontré esa primera frase. Un día, en Lisboa, a finales de noviembre de 2021, fregando los platos después de comer -en mi experiencia, fregar platos o limpiar la cocina son tareas que favorecen mucho la inspiración- estaba pensando en aquella historia de los dos amantes que vuelven a encontrarse al cabo de casi medio siglo y de pronto apareció una frase, unas palabras que el hombre le dice a la mujer: “Si estoy aquí y estoy viéndote y hablado contigo, esto ha de ser un sueño”.


Abrí un cuaderno en blanco y escribí la frase en la primera página. Y a partir de ella toda la historia empezó a fluir, sin que yo supiera si iba a ser un relato o una novela, sin detenerme a pensar, porque todo salía sin esfuerzo, pormenores que iba surgiendo casi en el momento en que los escribía. Seguía el hilo de esa frase que se prolongaba y se expandía, como una melodía que no llegaba nunca a su resolución. Escribía proponiéndome que la historia durara hasta el final del cuaderno. Pero según avanzaba me di cuenta de que necesitaría un cuaderno más, y luego otro, pero no más allá. Escribía a mano, sin pararme a corregir ni a resolver contradicciones, en una especie de trance, “a soul in white heat”, al rojo vivo, como dice el poema de Emily Dickinson. Escribí en Lisboa durante unos días y luego seguí haciéndolo en Madrid, durante seis semanas, hasta llegar al final de ese tercer cuaderno que habrán de ser también el final de la novela.


No le enseñé nada a Elvira, ni a nadie. Tenía miedo de que la novela se malograra si hablaba mucho sobre ella. Guardé los tres cuadernos en un cajón, me dediqué a otras cosas, y no volví a mirarlos hasta ocho meses después, en el siguiente agosto, con sosiego y tiempo por delante, con una incertidumbre absoluta sobre lo que iba a encontrarme, como si fuera a abrir un baúl que llevaba cerrado mucho tiempo.


Así empezó la segunda parte del proceso. Iba transcribiendo en el ordenador lo que había escrito a mano, a tanta velocidad que a veces me costaba entender mi propia letra. Lo que antes había sido rapidez, ahora era lentitud. El abandono inventivo ahora daba paso a la plena concentración. Nuevos pormenores surgía, cabos sueltos que se ataban. Quería que la novela fuera lo más contenida, lo más sintética posible. Pensaba en el flujo continuo y austero de las suites de cello de Bach, en el juego de contención y desbordamiento de los cuartetos tardíos de Beethoven. Demasiadas veces me he dejado llevar por un impulso expansivo: ahora me exigía a mí mismo una disciplina rigurosa. Esta novela no podía ser muy larga, porque tenía que ser muy intensa. Muchas cosas deberían quedarse sin decir.
Por diversas razones, cuando la novela se publique habrá pasado casi un año desde que di por terminada su primera versión en el ordenador, la que ya podía enseñarse a las personas que tendrían que ayudarme a revisarla. La primera parte del proceso es muy solitaria, pero la segunda requiere compañía cualificada, exigente y cordial. Me parece mentira que dentro de dos semanas esta historia que he llevado conmigo tantos años vaya a llegar a sus lectores. La ilusión es tan poderosa como la incertidumbre.

(Madrid, agosto, 2023)