Las emociones de la racionalidad o del sentido común pueden no ser menos fuertes que las del arrebato pasional. Igual que a otras personas se les exalta la pasión patriótica ante las borrascas de himnos y bandera y la denuncia de un enemigo exterior que es la causa de todos los males, a mí me produce una emoción secreta y poderosa llegar dando un paseo al colegio electoral y depositar mi voto en una urna. Hay una efusión sentimental que se parece a la que me despiertan a traición algunas canciones. Salgo a la calle en la primera hora tranquila del domingo y por la acera discurre una romería inusual de gente que se dirige a la escuela donde están las urnas o que ha madrugado un poco más y vuelve ya de ella. Unas veces he ido a votar con esperanza y otras con miedo y hasta resignación, o con una mezcla de todo. Lo que nunca falta, e incluso se ha intensificado con el tiempo, es la emoción privada, el pellizco en el estómago, la prosa de una normalidad que nos parece tan sólida que la damos por supuesta, no sin imprudencia. Me gusta la variedad de edades y aspectos de la gente que se va congregando sin amontonamiento ni desorden, la calma de los policías en la puerta del colegio, y ese aire de laboriosidad entre alegre y desgastada de las aulas donde se han apartado los pupitres para hacer sitio a las mesas electorales. Observo los murales en los pasillos, con sus paisajes dibujados por manos infantiles, las mismas que han escrito con aplicada caligrafía máximas o frases de pedagogía gramatical en hojas de papel clavadas por las paredes o en la pizarra que se quedó sin borrar cuando terminó la clase. El arco entero de la vida democrática está contenido en el espacio del aula, de los pasillos y los patios: en la escuela niños y niñas se adiestran en el despliegue de sus facultades personales y sociales y cuando se han hecho adultos y la educación y la experiencia de la vida los van modelando vuelven a ese mismo lugar para ejercitar su libre albedrío ciudadano.
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