La poesía no hace que suceda nada, dice W. H. Auden. Pero a Osip Mandelstam, la poesía le costó la cárcel y la vida, que estuvo en peligro desde que empezó a difundirse de viva voz su poema contra Stalin, justo en la época en la que se hacía más fuerte el poder del tirano, y en la que se completaban los preparativos para el Gran Terror soviético de los años treinta. Mandelstam no llegó a escribir ese poema. Tenía la costumbre de componer los suyos murmurando mientras caminaba, como hablándose en voz baja a sí mismo. Había sido un joven vanguardista que recibió con alegría la caída del Zar y la revolución liberal de febrero de 1917, pero que nunca escondió su rechazo hacia el golpe de Estado bolchevique de octubre, que puso fin por la fuerza de las armas a un proceso esperanzador de democracia constitucional. La disidencia de Mandelstam era más ética y estética que política, una rebeldía existencial contra toda ortodoxia, un desagrado visceral hacia las unanimidades forzosas y la violencia burocráticamente organizada. De joven, en la San Petersburgo cosmopolita anterior a 1914, y luego en la Petrogrado febril de los años de guerra y de las vísperas de la revolución, Mandelstam había formado parte de un grupo de poetas —Anna Ajmátova la más brillante de todos— empeñados en dejar atrás las nieblas y las abstracciones del simbolismo, y en vindicar lo concreto y al mismo tiempo lo visionario, la belleza de las cosas tangibles y el arrebato de las imágenes y las palabras surgidas de impulsos inconscientes, disciplinados por las reglas del arte, la prosodia, la rima, la métrica. Enraizados en la tradición culta y popular de la literatura rusa, aspiraban a integrarla en el espacio más amplio de la cultura humanista europea. En Kiev, en mayo de 1919, Mandelstam conoció a Nadeshzda Iakovliesna, y ya no se separaron hasta la muerte de él, en 1938. Ajmátova, que fue amiga íntima de los dos, dijo que no había visto nunca a dos personas tan enamoradas como ellos, tan fieramente unidas contra la hostilidad del mundo. A Nadeshzda Mandelstam se deben las que probablemente sean las memorias más valiosas y mejor escritas sobre la larga noche sanguinaria del estalinismo, Contra la desesperanza. Y fue gracias a ella, a su constancia, a su valentía, que se pudo salvar la mayor parte de la obra de su marido.
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