Los incendios cercanos

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Tristemente hace años que no veo a mi amigo Carlos Pérez, un joven físico catalán de alma pensativa y alegre al que conocí cuando trabajaba en la NASA, no en esas intalaciones de lanzamiento de cohetes de Houston o Cabo Cañaveral, sino en unas oficinas sin mucho lustre en un edificio anónimo de la parte alta de Broadway, a un paso de la Columbia University. La mitad del edificio pertenecía a la escuela de negocios de la universidad —la Business School, como se dice ahora en español— y resplandecía de paneles de vidrio y espacios abiertos con superficies de aluminio y de maderas nobles. La otra mitad, la científica, por comparación, estaba hecha una pena: despachos y pasillos angostos, escritorios metálicos en el límite de la vida útil, muchos de ellos atestados de papeles, pizarras con marco de madera, con repisas para las tizas y los borradores, muy usados las unas y los otros. En esa época, hará unos diez años, no quedaba una consejería de educación española que un hubiera inundado las aulas de pizarras digitales y portátiles, pero en aquella sede neoyorquina de la NASA en la que trabajaban varios premios Nobel les científicos a los que Carlos me iba presentando tenían los dedos manchados de tiza y las pizarras inundadas de aterradoras ecuaciones que borraban muy rápido, levantando un polvo que por cierto tenía mucho que ver con la especialidad de mi amigo. En casi todos los despachos había también una bicicleta.

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