Me da algo de vergüenza reconocer que una mirada en exceso literaria o estética sobre las ciudades no me ha dejado ver muchas veces la realidad cruda de lo que estaba sucediendo en ellas, los mecanismos poderosos que las iban volviendo más hostiles para la mayor parte de las personas que las habitaban. He amado las ciudades con un amor adolescente que duraba mucho más allá de la madurez, con ese deslumbramiento paradójico que lo ciega a uno hacia la persona misma que lo ha provocado. He ido por las ciudades como por los escenarios de una novela o de una crónica de viajes en la que yo mismo era el protagonista perspicaz. He visto en las ciudades las novelas que se habían escrito sobre ellas, y también otras que yo mismo imaginaba durante mis caminatas y escribía luego con ese fervor en el que se mezcla la invención y el recuerdo. Muchos años después de marcharme de algunas de ellas las he seguido visitando en sueños en los que casi siempre es de noche, y en los que ando perdido, sin reconocer los lugares que frecuentaba, sin encontrar la dirección ni la llave de la casa en la que había vivido. Cuando era muy joven, recién llegado a Madrid o a Granada, me veía a mí mismo como en el interior de una película, quizás porque en esos años ciudades y películas recién estrenadas compartían la misma arrebatadora novedad.
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