Jordan Neely, el náufrago en un vagón del metro

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En medio del ruido y de la multitud hay personas trastornadas que viven en Nueva York como en una isla desierta en la que llevaran muchos años sin ningún trato humano. Hay quien se cubre la cabeza con un capuchón tan grande, y tan caído sobre los ojos, que no llegan a distinguirse sus rasgos. El capuchón es una cueva y ellos viven agazapados en lo más hondo, en una oscuridad a la que no llega la luz del día, ni tal vez el sonido de las voces. Cada vez que yo leía La isla misteriosa,el personaje que me impresionaba más, aparte del redivivo capitán Nemo, era un marino llamado Ayrton, al que dejaron solo en una isla deshabitada durante cinco años, al cabo de los cuales había perdido la razón y hasta el uso del habla, reducido por la falta de compañía humana a una animalidad de gruñidos roncos y gritos como ladridos. Casi todos los náufragos que rondan las calles y las estaciones y los trenes del metro de Nueva York son enfermos mentales de los que no cuida nadie, pero su condición clínica sin duda está exagerada por la dureza de la vida a la intemperie en una ciudad de inviernos muy crueles, y por una forma particular de soledad que es la de aquellos que estando rodeados de gente no reciben nunca la mirada de nadie, ni tienen respuesta si alzan la voz.

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