Cincuenta años no es nada. Las fotos de las fichas policiales de los resistentes muy jóvenes cuelgan ampliadas en una sala de la Biblioteca Nacional y algunos de ellos, todavía gallardos y tenaces, las miran con aire de extrañeza, asombrados del paso de tanto tiempo, confrontados con el testimonio indeleble de su propia juventud. El rigor académico de los investigadores alcanza una temperatura emocional cuando a alguien en el público se le llenan los ojos de lágrimas, o cuando los familiares de alguno de los que ya han muerto ve su cara en blanco y negro, en una de esas fotos en primer plano que atestiguan el estupor de quien acaba de ser detenido y tal vez golpeado, quien ha recorrido pasillos con las manos esposadas y ha tenido que mirar fijo a una cámara y ponerse luego de perfil para que se complete su nueva identidad de preso, confirmada cuando las yemas de los dedos manchados de tinta se aprietan una tras otra en una cartulina administrativa.
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