Un libro es una partitura, y el lector es el intérprete que la toca con un grado variable de entrega y acierto, no el espectador pasivo que escucha en la butaca. La partitura de los mejores libros se mantiene inalterada, pero cada vez que el intéprete lector vuelve a ella le añade nuevos matices, subraya énfasis y descubre tesoros escondidos en los que ahora se fija porque ha ido madurando en su vida y en su virtuosismo de lector, y porque el libro que perdura es un espejo de los tiempos que cambian. Por eso hay libros, como hay músicas, que lo acompañan a uno a lo largo de toda la vida, ofreciéndole la seguridad y el amparo de lo ya muy bien conocido, pero sobre todo la estimulación de una sorpresa inagotable. Va a hacer veinte años, cuando llegaban a nosotros las imágenes de los prisioneros iraquíes torturados por soldados americanos en la cárcel de Abu Ghraib, yo estaba leyendo Don Quijote de la Mancha, y en un pasaje ya leído muchas veces, el de la desastrosa liberación de los galeotes, encontré una frase en la que hasta entonces no me había fijado: “No es bien que los hombres honrados se hagan verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Esas palabras escritas a principios del siglo XVII eran el mejor pie de foto para aquellas imágenes de hombres desnudos, torturados, humillados, arrastrados como en traíllas de perros por militares tan ajenos a toda decencia humana que posaban felices mientras pisoteaban a sus víctimas.
Todo siempre en el aire
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