Hasta hace no mucho el cobalto era un mineral que interesaba casi exclusivamente a los pintores: de él se extrae ese pigmento luminoso que se llama azul cobalto. Ahora es una de las materias primas más valiosas que existen. El cobalto está en las baterías recargables de los aparatos que usamos a diario, en el teléfono móvil, en la tableta, en el libro electrónico, el patinete, la bici eléctrica, el coche eléctrico. Una gran parte de la urgente transición a energías renovables y limpias dependerá del uso del cobalto. Cambiar por eléctricos los miles de millones de coches de gasolina que ahora mismo envenenan la atmósfera del planeta sería un desatino, porque tan destructivo como las emisiones de gases tóxicos es la proliferación ilimitada del vehículo privado, y su primacía sobre cualquier otro medio de transporte. Pero lo cierto es que en el futuro cercano la demanda de cobalto va a seguir creciendo, dictada por la necesidad pero también por el capricho, por una economía que exige para sostenerse la fabricación y el consumo de productos caros, innumerables y fugaces, para que así se renueve cuanto antes el impulso de sustituir lo desechado, lo que sea, una pieza de ropa, un par de zapatillas, un rutilante aparato electrónico, un mechero de plástico que acabará tal vez en el estómago de una tortuga marina o de un hermoso albatros.
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