En el seminario de no ficción que yo daba cada lunes tocaban esa semana las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro. Era un grupo de 20 estudiantes, mujeres sobre todo, y cada sesión semanal de lectura en común, en un aula sobrecaldeada de la Universidad de Nueva York, creaba un ámbito de fervor compartido y variado por los libros. Pero ese lunes, apenas empezada la clase, una alumna levantó la mano con expresión severa y me dijo que no podía participar en el debate porque se negaba a leer ese libro, tan machista que era un insulto para todas las mujeres. Creo que los demás estudiantes se quedaron tan intrigados como yo. Prosas apátridas es uno de esos libros raros y anfibios que no pertenecen a ningún género, una secuencia de divagaciones fragmentarias en las que predominan, como siempre en Ribeyro, el desamparo y el humor, una melancolía de peruano en París que ha conocido a fondo el desengaño de ese sueño peculiar del escritor latinoamericano en París. Le pedí a la alumna ofendida que nos mostrara esas muestras de machismo tan graves que no le habían permitido continuar la lectura. No buscó las páginas en el libro, quizás para evitarse el sufrimiento. Habló de un pasaje en el que Ribeyro cuenta que mientras escribe oye a su mujer haciendo algo en la cocina.
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