Alguna utilidad práctica tiene la literatura: Charles Simic ha muerto, en estado de demencia, en un asilo de ancianos, pero el fulgor y la negrura de sus recuerdos se preservan intactos en los poemas que escribió, en sus cuadernos de apuntes, en sus libros de memorias, en los que no hay ni rastro de languidez o de complacencia en el pasado, sino una voluntad testimonial concentrada en la observación de los detalles que revelan las tragedias del mundo, algunas de las cuales él presenció con sus ojos de niño. Hombre irónico y amante de los placeres de la vida, Simic detestaba todas las generalizaciones y las grandes palabras, todas las teorías, todas las utopías, todas las obsesiones de pureza. La risa, la comida, la pasión erótica, eran para él afirmaciones de la vida tan sustanciales como la poesía, e inseparables de ella. En uno de sus poemas más conocidos, Dos perros, Simic rememora la entrada de los soldados alemanes en Belgrado, en 1944, cuando él tenía seis años. Jordi Doce, que ha hecho más que nadie por difundir la obra de Simic en español, traduce así: “El modo en que todos nos quedamos en la acera / mirándolos con el rabillo del ojo, / el temblor de la tierra, / el paso de la muerte…”. Entonces un perrillo blanco aturdido se enreda entre las botas negras que desfilan: “Una patada lo hizo volar como si hubiera / tenido alas. Eso es lo que ahora veo”.
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