No hace falta creer que este Gobierno aspira a destruir la democracia, o que su presidente lleva camino de convertirse en dictador, para sentir un inmediato rechazo hacia esta reforma del Código Penal que reduce el castigo del delito de malversación casi a una cariñosa reprimenda. Las contorsiones de la prosa jurídica expresan al mismo tiempo confusión y descaro. Las palabras no sirven para explicar ni precisar, sino para encubrir, vanamente, lo que está a la vista, no ya de esos iniciados que saben siempre descifrar lo que otros no vemos, sino a la de todo el mundo. La dama alegórica de la justicia se levanta la venda unos centímetros para guiñar el ojo a los interesados, pero lo hace con tan poca maña, o con tanta desvergüenza, que no hay nadie tan torpe que no se entere de su maniobra. El legislador, para usar ese término impersonal que gusta tanto a los juristas, urde su apaño para favorecer a unos cuantos delincuentes con nombres y apellidos, pero ha de salvar la cara en lo posible con los habituales retorcimientos sintácticos de su oficio, y sobre todo ha de lograr el más difícil todavía de su equilibrismo: que esa indulgencia particular hacia unas determinadas corruptelas políticas no se convierta en coladero general de todas las que se han cometido ya y las que se siguen cometiendo y se cometerán en el provenir.
Los malversadores
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