En el espejo del cine

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Nos hacían una promesa tramposa y nosotros sabíamos cuál era la trampa y aun así éramos incapaces de no caer en ella. Decían: “Esta noche vamos al cine…”, aunque era ya tarde, y añadían, con esa pequeña crueldad que tienen a veces las bromas que los adultos hacen a los niños: “… al cine de las sábanas blancas”. Era desde luego a la cama aburrida y fría a donde nos mandaban, pero en el enunciado de nuestro desengaño había una cierta verdad. Al fin y al cabo, la pantalla de cine era una sábana blanca sobre la que se proyectaban mágicamente las imágenes, y el cine mismo tenía algo del refugio íntimo de un dormitorio, porque las películas se hacían visibles en la oscuridad, igual que los sueños. Cuando Iliá Ehrenburg inventó la expresión “fábrica de sueños” para referirse a Hollywood, estaba entre celebrando y denunciando el aspecto de cruda cadena de montaje del sistema de producción de los estudios, pero también ahí la palabra “sueño” asociada al cine revela un rasgo crucial de esa forma de arte, que es la que más se parece a la vida, y al mismo tiempo la que más provoca en el espectador una inmersión semejante a la de los sueños, una suspensión y lejanía de la inmediata realidad que puede ser más seductora que la de la literatura. En estos tiempos de pantallas omnipresentes de todos los tamaños es lícito hasta cierto punto añorar el hábito antes cotidiano de las salas de cine, con sus tinieblas tan propicias a la alucinación como las cuevas de las pinturas prehistóricas: y también hay que agradecer una accesibilidad de las películas que habría sido quimérica en nuestra ansiosa juventud de apasionados por el cine, de buscadores de obras maestras desaparecidas, en los tiempos no tan lejanos anteriores al video.

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