Fulgor de la pintura

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Es el otoño álgido de la pintura. En Londres, en la National Gallery, se abre una gran exposición de Lucian Freud, al lado de las salas de los maestros antiguos que él visitó tantas veces, parándose obsesivamente delante de los retratos de Rembrandt, para aprender de ellos y, sobre todo, para admirar la altura inalcanzable de su maestría, que era la de la forma y el color y al mismo tiempo la del conocimiento profundo de la vida humana, esas caras gastadas por el tiempo que son el espejo tenebroso del alma. A los pintores, según se hacen viejos, se les va poniendo un aspecto de náufragos o de ermitaños solitarios, sin duda por el mucho tiempo que pasan solos en sus estudios, con un grado de concentración que acentúa la soledad, y también porque son los supervivientes contumaces de un oficio desdeñado por los legisladores de las modas en el arte. Tan desastrado y casi heroico en su figura como el Freud muy viejo que no dejaba de pintar, Miquel Barceló se presenta ahora en París, donde tiene también una gran exposición otoñal en una galería, al mismo tiempo que participa en otra colectiva de maestros antiguos y modernos en el Louvre. Miquel Barceló, que deslumbró tan joven, como una especie de Rimbaud de Felanitx, ahora dice que la pintura es un oficio de viejos, porque es tan difícil que se tarda mucho en aprender. Cosas parecidas suele decir Antonio López García, que anda por ahí despeinado y con chaquetas grandes de clochard, y que a los ochenta y tantos años se queda cavilando con una sonrisa y con lamirada perdida, y habla de las dificultades desalentadoras de la pintura, quizás comparándola con el esplendor sin esfuerzo, con la apariencia de armonía instantánea y azarosa que tiene muchas veces el mundo real, un momento cualquiera, un cuarto de baño, una rama de membrillo, la vista de una calle sin lustre de Madrid.

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