La cara de vergüenza

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En las últimas sesiones del Parlamento de la República antes del golpe militar del 18 de julio había guardias de asalto que cacheaban a los diputados a la entrada del hemiciclo a fin de incautarse de las armas de fuego que muchos de ellos llevaban. Entre proferir un insulto y disparar una pistola hay por fortuna una distancia muy grande, pero las palabras pueden alcanzar un grado de irracionalidad y agresión que ya sean en sí mismas actos de violencia, y vayan preparando el clima venenoso que debilita, corrompe y luego destruye la convivencia civil. En el Parlamento republicano, gracias a las precauciones de la policía, los diputados no podían sacarse los unos a los otros navajas o pistolas, pero en la calle había criminales que estaban pasando de las palabras a los hechos, en una escalada de sangre que abatió primero al teniente José Castillo en la esquina de Augusto Figueroa con Fuencarral, a plena luz, en la tarde del domingo 12 de julio, y esa misma noche, en un insensato acto de venganza, al diputado derechista José Calvo Sotelo. Para que hablen las pistolas han tenido antes que hablar, murmurar, gritar, muchas voces humanas. La culpa del teniente Castillo, que estaba recién casado y se había despedido unos minutos antes de su esposa, era ser republicano y socialista; la de Calvo Sotelo, al que sacaron de su casa policías de uniforme que lo ejecutaron de un tiro en la nuca en el mismo coche oficial donde lo llevaban detenido, era ser católico integrista y monárquico. Para matar a un adversario político es necesario privarlo antes de su humanidad, y por lo tanto de esa condición idéntica de persona y de ciudadano que comparte con su asesino. La disponibilidad para cometer un acto tan terrible, no nace de la noche a la mañana. Requiere una preparación gradual, una intoxicación de fantasías ideológicas, una atmósfera pública tan cargada que haga respirar la ira y el odio.

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