La cara del fascismo

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He terminado de leer la historia del fascismo italiano de John Foot y he buscado de inmediato en YouTube imágenes del Piazzale Loreto de Milán el 29 de abril de 1945, el día en que los cadáveres de Mussolini, su amante Clara Petacci y unos cuantos jerarcas fascistas colgaron bocabajo de la marquesina de una gasolinera. Todo el mundo está más o menos familiarizado con las fotos, pero más terribles son las imágenes en movimiento, tomadas cuando los cadáveres todavía están tirados en el suelo como un montón confuso de harapos ensangrentados, en el centro de una multitud que los rodea y siempre parece a punto de aplastarlos, pero que retrocede, se ondula, se espesa según va llegando más gente a la plaza, en el centro de una desolación de edificios bombardeados. La gente mira los cadáveres como si se asomara a un pozo o a una zanja. Hay quien sonríe, quien saluda a la cámara, quien se adelanta para pisotear o patear un cadáver. Hay operarios municipales o bomberos que lanzan chorros de agua con mangueras para contener al gentío. Hay partisanos con ropa de calle y metralletas al costado. Es un día de sol. El cadáver de Mussolini se reconoce por su cabeza enorme, su cara como una máscara tumefacta de carne con la boca y los ojos abiertos. Hay un corte en la filmación, y un momento después los cadáveres ya no están amontonados en el suelo sino colgando del techo de la gasolinera, como reses en un matadero, menos cuerpos humanos ya que guiñapos anónimos, sumidos en la estadística monstruosa de los millones de muertos en la guerra y en la marea de destrucción que ese hombre ejecutado el día antes había contribuido a desatar.

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