Eternidad de las ruinas

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A una media hora de Bremen, el pueblo de Farge tiene un aire amable de postal, acentuado en la mañana de septiembre por una niebla húmeda y por los colores del otoño temprano. Hay setos, jardines, techos de paja tupida, ventanas bajas con visillos cortos y adornos caseros en el alféizar, una calma doméstica. Las copas de grandes árboles, robles, arces y tilos sobre todo, se unen como una bóveda de penumbra sobre la calle principal, con sus paradas de autobús y un envidiable carril bici. El fresco de la mañana de septiembre es una bendición, tanto como el silencio, en este pueblo en el que a esta hora se ve muy poca gente, algunos jubilados que esperan el autobús, una señora de pelo blanco que recoge hojas otoñales recién caídas en su jardín. En unos minutos el coche ha atravesado entero el pueblo, aun a la velocidad escasa que imponen las señales de tráfico.

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