Vidas ocultas

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Dos amantes se encuentran cada cierto tiempo en una habitación prestada, en un barrio apartado y anónimo, a media mañana o a media tarde, en los horarios forzosos de sus vidas clandestinas, más secretas todavía porque han de esconderse del espionaje chismoso de los otros y además de la omnisciencia de un estado policial. La habitación es sórdida, las sábanas ajenas están sucias, las colillas desbordan el cenicero, a veces el agua está cortada en el cuarto de baño, la ventana da a una especie de descampado en el que hay zanjas de obras y una laguna de color sospechoso: pero durante unas horas la pasión amorosa cancela hasta cierto punto el mundo exterior, su intemperie, su amenaza. El lugar y el tiempo en que sucede la historia son al principio tan borrosos como el paisaje de extrarradio que se ve por los cristales sucios de la ventana, con sus cierres mal ajustados por los que se cuela el frío. La ciudad es Bucarest, el tiempo más o menos los años setenta, en esa fase de estancamiento político y vital de una dictadura que lleva existiendo muchos años y a la que nadie le vislumbra un final. El tiempo salta a veces hacia el porvenir de los años noventa, y entonces ese presente de los dos amantes se ha convertido en recuerdo lejano, teñido de una mezcla desigual de añoranza y amargura. Y otras veces el tiempo retrocede, más allá del nacimiento de los amantes que ahora rondan los treinta años, para mostrarnos el origen del que vienen y que los dos ignoran en gran medida, los años de tiranía y crueldad padecidos por un pobre país que tiene la mala fortuna de encontrarse situado, como en una falla geológica, entre la brutalidad nazi y la brutalidad soviética, y que además ya poseía dentro de sí sus propias simientes de fanatismo ideológico y barbarie política.

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