Rodríguez Rivero, en su sillón

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Ahora que Manuel Rodríguez Rivero se ha despedido con tanta elegancia de estas páginas me doy cuenta de cómo voy a echarlo de menos, y de la impaciencia con que voy a esperar que siga escribiendo, aunque no solo eso, que siga transitando por el mundo o los mundos del libro como lo viene haciendo desde que lo conozco, dejando pistas como las migas de un cuento. Era el siglo pasado, los ya remotos ochenta. En esos años Víctor García de la Concha organizaba unas jornadas literarias en Verines, en Asturias, e invitaba a ellas con preferencia a escritores jóvenes, a periodistas y críticos, casi todos bastante desconocidos todavía, para el público y también entre nosotros mismos. Entre idas y venidas en autobús por prados asturianos, entre mesas redondas y trasnoches borrosos de palabras, de alcohol y tabaco (casi nadie se sobrepone a su época), se iba urdiendo una nueva mundanidad literaria, cuyo rasgo principal era el modo rotundo en que se marcaba la distancia hacia el pasado inmediato, el de los veteranos y los viejos, marcados, algunos de ellos injustamente, con la sombra del franquismo, de la autarquía cultural, de la ranciedad estética.

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