Me quedará de este verano el recuerdo de una sabina de 900 años, de una huerta junto a un río, de unos cielos desiertos, de una libélula que casi roza mi cara con sus alas en un silencioso atardecer, de un escarabajo lento y como pensativo o apesadumbrado en un sendero de polvo. La sabina estaba en una ladera pedregosa, como en una reserva de criaturas arcaicas, cerca de otros ejemplares de la misma especie que no tenía ninguno menos de 300 años. La ladera daba a un paisaje de valles y montes sucesivos, en un silencio que se hacía más profundo y más delicado según declinaba la tarde, como si participara de la tersura del aire y del oro suave de la luz. Se levantaba una brisa, casi viento, que hacía vibrar las copas de los árboles y rozaba las matas de hierbas aromáticas y las de hierbas secas, la corteza de la tierra endurecida por la larga sequía. Miraba al cielo y no había pájaros. Miraba el sendero pedregoso por el que ascendíamos y tenía que fijarme mucho para encontrar señales de vida. Veía hormigas. Veía pequeños saltamontes despavoridos por nuestras pisadas. La “primavera silenciosa” que denunció antes que nadie Rachel Carson en los primeros años sesenta se ha extendido por el mundo y se ha ampliado a las otras estaciones.
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