Invierno en verano

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Con más frecuencia de la que parece, el refugio que deparan las artes adquiere una consistencia literal. En el verano tórrido, en el calor seco y extremo de Madrid, animado con eficacia aterradora por la costumbre municipal de las obras superfluas, los cuadros de Carlos García-Alix en el Círculo de Bellas Artes ofrecen un respiro de aire helado y quietud, una huida invernal. En París, en una visita a casa de un coleccionista, Gian Lorenzo Bernini se quedó mirando unos paisajes tardíos de Poussin y, descolgando uno para acercarlo a una ventana y verlo con mejor luz, hizo un elogio extraordinario: “¡Qué silencio!”. Vengo del calor, del ruido del tráfico, del aire enturbiado de dióxido de carbono y polvo del desierto, de las zanjas municipales como trincheras, del tableteo bélico de las taladradoras. En esta sala grande y de bien calculada penumbra del Círculo hay un silencio fragante como de iglesia a media mañana, y en él los cuadros se vuelven más visibles e irradian su propio silencio hacia el espectador solitario, el fugitivo del verano y del fragor de la ciudad, que siente el deseo de internarse en esos caminos como entre desfiladeros de árboles desnudos, en las espesuras de verde casi negro de los bosques de coníferas, en esos paisajes de una pálida luz boreal en los que el aire tiene un filo helado de cuchillo y las hojas y las ramas tiesas por el frío crujen bajo las pisadas, en el suelo endurecido.

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