La sorpresa de lo nuevo y lo inesperado no es una experiencia frecuente para el aficionado a lo que sigue llamándose música clásica. Dejando aparte festivales especializados, podemos predecir antes del comienzo de cada temporada una gran parte de los programas que se nos invitará a escuchar, y también sabremos que casi en todos ellos predominarán obras escritas hace más de un siglo. Llevar muerto al menos 100 años, y preferiblemente 200, es un mérito que favorece mucho a un compositor, casi tanto como ser varón, y blanco, y de habla alemana, aunque tampoco garantiza la interpretación regular de sus obras. Los repertorios culturales se definen no tanto por lo que celebran como por lo que ocultan, o ni siquiera eso, lo que desdeñan y olvidan, a veces por un sostenido empeño de eliminación, basado en anatemas ideológicos o estéticos. La mayoría abrumadora de las obras que se tocan en las salas de conciertos fue compuesta en el siglo XIX, con la excepción de unas cuantas sinfonías de Mahler y de Shostakóvich. Hay personas convencidas de que un atributo necesario del oficio de compositor es llevar muerto mucho tiempo.
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