El desafío de Frida Kahlo

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Un poco tiempo antes de morir, Frida Kahlo tuvo su primera y única exposición en la Ciudad de México. Estaba ya tan enferma que la llevaron a la inauguración en su propia cama con dosel, como a una Virgen de procesión en un trono, y la rodearon de las cosas que tenía en su propio dormitorio, entre ellas un retrato de Stalin. Desde muy joven había convertido su aspecto personal en una declaración estética, en un ejercicio entre privado y público de construcción de una imagen, en el sentido popular y religioso del término: el peinado alto, la ropa de mujer india, el hieratismo que estaría sin duda causado por los dolores terribles de su columna vertebral, pero que se parece también al de esas vírgenes y santas barrocas a las que imitaba en algunos de sus autorretratos. Recluida en su casa azul de Coyoacán, vivió en ella como en un teatro y un museo anticipado de sí misma, aunque también disfrutó de los viajes por las capitales del mundo, París, San Francisco, Nueva York, Detroit, y se la vio con frecuencia en manifestaciones comunistas. Carlos Monsiváis recordaba haberla visto en una de ellas, a principios de los años cincuenta, enarbolando ella sola una pancarta con la palabra “PAZ”, empujada por Diego Rivera en una silla de ruedas, encogida y frágil entre toda aquella gente, más todavía por comparación con el volumen enorme de Rivera. En un documental sobre Kahlo, Carlos Monsiváis define su pintura con una concisión estremecedora: “El desafío al sufrimiento a través de la creación”.

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