Volver al cine

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Ir al cine el domingo por la noche tiene algo de secreto y de íntimo. Es la última función y hay solo unos pocos espectadores: algún aficionado solitario, una pareja confabulada en su cinefilia, hablando tan bajo como si se hablaran con las cabezas juntas en la almohada. El domingo por la noche, a la salida del cine, la ciudad está apaciguada y desierta, y eso favorece, si la película ha valido la pena, una caminata reflexiva para el que ha estado a solas, o una conversación que tarda un poco en llegar, porque después de una buena película cuesta restablecer la conexión con el mundo. Parece necesario un intervalo de silencio, no la reacción inmediata y forzada del que rompe a aplaudir todavía con la última nota de un concierto vibrando en el aire. Y como ahora vamos al cine mucho menos que antes, aunque no veamos menos películas, la sesión de última hora, la oscuridad de la sala, el silencio de domingo a medianoche al salir, todo tiene un aire al mismo tiempo de novedad y de recuerdo, y lo que fue costumbre en otras épocas de la vida ahora es una grata excepción, sobre todo cuando la calidad de la película lo vuelve todo memorable. Vemos nuestra ciudad nocturna con los mismos ojos de mirar el cine, más sensibles ahora a su belleza y su misterio. La película ha terminado, se han encendido las luces, hemos salido detrás de los otros espectadores, pero lo que hemos visto y escuchado perdura poderosamente en la conciencia.

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