La profecía del Retiro

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Lo mejor de la Feria del Libro es su anacronismo. La Feria del Libro es tan anacrónica como las bicicletas, como los tranvías, como el hábito de ir a pie a los recados y a las compras, el de charlar con un amigo, o el de encontrar un amor en el mundo real y no en las redes sociales, o el de refrescar la casa entornando puertas y cortinas y favoreciendo las corrientes de aire. La Feria del Libro es un anacronismo en la misma medida en que puede serlo un concierto donde el sonido no está amplificado electrónicamente, o donde ha de mantenerse una concentración silenciosa durante media hora o una hora y con un poco de suerte no se va a oír la musiquilla de un teléfono. La Feria del Libro es tan anacrónica como los libros mismos, impresos con tinta física en papel, en la misma celulosa de la que están hechos los troncos de los árboles que la rodean y le dan sombra, y de los que viene a veces hasta las casetas una brisa consoladora en el calor de Madrid, así como un rumor de hojas y de cantos de pájaros que solo llegan a oírse en los momentos raros de silencio, cuando no los cubren los reclamos de los altavoces o el clamor de la multitud que se pasea festivamente y elige anacrónicamente los libros no mirándolos en una pantalla y pulsando con las yemas de los dedos, sino tocándolos con las manos, intercambiando comentarios y formas diversas de pago con vendedores que tienen una presencia tan radical como ellos, hecha de voces y miradas, el puro imán de la cercanía física. La Feria del Libro es tan anacrónica que hasta los autores aparecen en ella en persona, y estampan sus palabras y su firma con un instrumento de escritura manual, sobre el papel mismo en el que está impreso lo que antes escribieron.

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