Todo el mundo acepta que hay futbolistas, cocineros, corredores de maratón, sastres, pilotos de carreras, mejores y peores, y que en cada una de esas dedicaciones la excelencia solo llega a conseguirse a costa de un entrenamiento dedicado y constante. Pero en las artes, misteriosamente, y de un modo más radical en las artes plásticas, cualquier sugerencia de que se puedan establecer juicios de valor más o menos objetivos y comprobables, y de que, por tanto, pueda decirse que algunas obras, por sí mismas, puedan ser admirables, y otras algo menos, y otras mediocres, y hasta otras malas o deleznables, o ridículas, es recibida con una sonrisa de condescendencia, o con una denuncia ante la cada vez más activa policía política de la ortodoxia. Un juicio de valor implica una escala de valores, lo cual es tan escandaloso para los partidarios de la soberana subjetividad sentimental como para las autoridades oficiales y oficiosas que en estos tiempos mandan en lo que podíamos llamar el establishment artístico.
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