La fealdad pública en España es un secreto a voces, una calamidad universal que nadie nombra, un lento cataclismo que ha ido sucediendo a lo largo de décadas sin que nadie con responsabilidad le pusiera remedio. La fealdad pública ha sido y es un secreto a voces porque quien se atreva a denunciarla corre el peligro de una lapidación inmediata, a cargo no de sus beneficiarios sino muchas veces de sus víctimas. En España el antiguo orgullo local se transmutó durante las primeras décadas de la democracia en soberbia identitaria, en la necia celebración incondicional de todo aquello que arbitrariamente se señalara como propio: la romería de una Virgen milagrosa, el jolgorio por el maltrato colectivo y beodo de un animal desvalido, incluso, en épocas muy oscuras, el acoso y hasta el asesinato del señalado como enemigo. Asombrosamente, en un país donde tanto se dice apreciar lo propio y por todas partes se erigen guardianes de esencias autóctonas, es donde se ha llevado a cabo, a lo largo del último medio siglo, la mayor destrucción de patrimonio urbano y de paisajes agrícolas o naturales de toda Europa. Los últimos ayuntamientos franquistas hicieron todo lo posible por destruir las ciudades entregándolas al saqueo de los especuladores. En nuestra inocencia, los jóvenes activistas urbanos de los años setenta imaginábamos que, en cuanto acabara la tiranía y se establecieran los ayuntamientos democráticos, la feroz destrucción quedaría detenida y se iniciaría una época de urbanismo ilustrado.
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