El infiltrado

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Un libro recién publicado se le puede quedar a uno lejos muy pronto. Tal vez entre la escritura y la publicación ha pasado ya un cierto tiempo. Un libro es, mientras se planea o no se planea y se escribe, un estado de espíritu, una manera particular de encontrarse en el mundo, un ángulo peculiar de observación. Lo chocante es que ese estado de máxima y duradera intensidad pueda disiparse tan rápido. Tener ya el libro impreso en las manos da sobre todo una sensación de extrañeza. La carcoma de la insatisfacción ya ha empezado su tarea secreta y eficiente. El libro es la foto de un momento ya rebasado en una vida en marcha. Sus errores, sus deficiencias, son de pronto tan visibles como esas erratas que no acertó a detectar ni el corrector más alerta. Hay quien utiliza la vanidad o la soberbia para aliviar el inevitable desánimo. Lo más práctico quizá sea no dar muchas vueltas al asunto y ponerse a otra tarea. Yo creo que mi propensión al desapego tiene algo que ver con el hábito de tantos años de dedicarme en cuerpo y alma a un libro durante una cierta temporada y dejarlo luego atrás, cortando radicalmente con todo lo que había en él, como esas personas de profesiones errantes que cambian cada cierto tiempo de casa, de ciudad y de país. Contar algo por escrito es quitárselo de encima. Por eso decía Nabokov que después de escribir sobre un cierto periodo de su vida se olvidaba por completo de él. Se cultiva la memoria para desprenderse de ella. Lo que ya está en las páginas impresas no tiene por qué seguir pesando en la conciencia.

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