Ahora el presente es un incendio que lo devora todo. Como la pandemia hace justo dos años, la guerra en Ucrania nos impone a la fuerza el presente con la insolencia de una bofetada. La guerra es un temblor de fondo que se insinúa en cada momento de la vida diaria, una trepidación sorda del suelo bajo nuestros pies. Si nuestros oídos no llegan a registrarlo no es porque esté muy lejos, sino por culpa de nuestra sordera. Como ocurre siempre, hemos preferido no ver ni oír hasta que no ha quedado más remedio. Desde las vísperas de la guerra de Troya, Casandra viene profetizando en vano, porque un rasgo suicida de la condición humana es el empeño de no ver lo que está delante de sus ojos, lo que incomoda, lo que resulta inverosímil, lo que en el fondo ya está paralizándolo a uno de terror. A un amigo que lo felicitaba por su agudeza para vaticinar los efectos de las tecnologías de la comunicación, Marshall McLuhan le contestó: “Procuro profetizar únicamente lo que ya está sucediendo”. Lo que sucede ahora en las ciudades martirizadas de Ucrania ya estaba sucediendo en Chechenia hace más de 20 años, en Georgia en 2008, en Crimea en 2014, en Alepo en 2016. Previamente, con la bendición de Rusia y la indiferencia de Europa Occidental, había sucedido en Sarajevo en los primeros años noventa. Delante de nuestra mirada distraída y miope, ni siquiera cobarde, el presente se ha convertido en el incendio de una guerra que todavía imaginamos lejana, como de otra época, una de esas guerras en blanco y negro de los documentales que permiten neutralizar con el barniz de lo histórico la aterradora evidencia del mal absoluto.
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