Oro de palabras

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En la sala de los Teatros del Canal en la que Pedro Mari Sánchez ha actuado él solo durante unas cuantas noches no había ni escenario. En frente de las butacas el suelo estaba tan desnudo como el de un almacén. No había escenario, ni decorado, ni vestuario de época, ni juegos de luces, más allá del foco que a veces se concentraba en su figura. De vez en cuando sonaba una voz grabada que era la del propio Sánchez o una breve ráfaga de música. En un momento dado aparecieron en escena un juego de timbales y unos platillos, y Pedro Mari Sánchez los golpeó con tanta furia que podía no advertirse que lo hacía con mucha destreza y un gran sentido musical. También había una lona, sujeta por cuerdas en sus cuatros ángulos, que podía convertirse en un telón, en una sábana, en una mortaja, en la tierra que ha de tragarse a quien ha muerto en una batalla. En esa sala de los Teatros del Canal no había nada más que una presencia humana, un actor vestido sumariamente de negro, Pedro Mari Sánchez, pero durante una hora y diez minutos ese hombre solo se transformó delante de nuestros ojos en una sucesiva multitud, en rey, en arcángel, en demonio, en mujer, en poeta, en violador, en príncipe incestuoso, en Sor Juana Inés de la Cruz, en Segismundo, en Absalón, en el falso pastor Crisóstomo y en la pastora Marcela de Cervantes.

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