En el jardín de la Casa Museo Sorolla estalla el rosa carnal de las camelias y el blanco de las flores de almendro; en las salas interiores estallan los rosas, los blancos, los rojos, los azules del óleo y de la acuarela. Es una mañana fría y limpia con una luz exacta para apreciar por igual los colores de la vegetación y los de la pintura, que en el caso de Joaquín Sorolla tienen una fuerza explosiva de naturaleza en su plenitud. En el jardín de la Casa Museo hay bancos donde tomar el sol y sillas plegables como de merendero, y como no hay nada que pedir ni nada que comprar y el ruido de la ciudad queda algo amortiguado por los muros de ladrillo, uno puede sentarse tranquilamente a mirar las plantas y su reflejo en el estanque, como en un carmen a la vez suntuoso y recóndito de Granada, y repasar en la memoria todo lo que acaba de ver, sumergido todavía en la sensación de intimidad doméstica y trabajo que irradia la casa, y en la belleza de la exposición que hay en la segunda planta, La edad dichosa, un recorrido por la presencia constante de los niños en la obra de Joaquín Sorolla.
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