La casa del dolor

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Algunos de los gritos de dolor más terribles de la literatura se escuchan en La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells. Son gritos y son rugidos a la vez; alaridos que desgarran la noche y que dan más miedo todavía porque tarda en saberse de dónde proceden. El doctor Moreau tiene su laboratorio o su clínica en una isla del Pacífico Sur alejada de las rutas marítimas: forma parte de ese archipiélago de islas inexistentes que en otras épocas alimentaban las imaginaciones juveniles, y aunque Wells no da detalles que permitan situarla en los mapas no debe de estar muy lejos de la que para mí es la más memorable de todas ellas, la “isla misteriosa” de la novela de Julio Verne. A Verne las licencias que se tomaba H. G. Wells con la verosimilitud científica le parecían inaceptables: “Il invente!”, dicen que decía, él que ponía tanto esfuerzo en documentar sus fantasías y en darles una apariencia de rigor, aunque no tuviera reparo en enviar a sus astronautas a la Luna en una cápsula que era una bala de cañón. Efectivamente, H. G. Wells inventaba: inventó una máquina para viajar en el tiempo, una flota de naves marcianas invasoras de la Tierra, una sustancia que impermeabilizaba contra la gravedad, y que por lo tanto permitía llegar a la Luna con mucha menos complicación que la cápsula-bala de Verne, una sustancia líquida que una vez ingerida proporcionaba la invisibilidad. Todas estas quimeras nacidas hacia finales del XIX, en unas cuantas novelas breves de la juventud de Wells, han tenido una resonancia extraordinaria en la literatura, en el cine, en la imaginación de casi todos nosotros, quizás porque satisfacen ensoñaciones infantiles o adolescentes muy específicas: la invisibilidad, el viaje en el tiempo, el viaje a la Luna.

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