El borrador incesante

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Como este año es el centenario de la muerte de Proust, he empezado 2022 leyendo Les soxiante-quinze feuillets, las 75 hojas o pliegos de borradores que salieron a la luz pública hace poco, y que durante mucho tiempo se habían dado por perdidos. La historia de los manuscritos de Proust es casi tan apasionante como la novela misma en la que desembocaron. Proust escribía torrencialmente con una letra imposible que los filólogos llevan un siglo entero descifrando. Escribía cuentos y crónicas sociales para Le Figaro. Escribía pastiches fulminantes de otros escritores, con un oído para las ridiculeces de la lengua literaria tan agudo como el que tenía para el habla de la gente, los dos inseparables de su sentido del humor y de su capacidad de caracterizar a un personaje con unos cuantos tics verbales. Escribió tantas cartas que ahora llenan más de 20 volúmenes, un océano en el que a mí me da algo de miedo sumergirme, pero en el que hay maravillas de prosa narrativa no inferiores a las de su novela. Escribía, corregía, tachaba, y cuando por fin se decidía a mandar un manuscrito al editor y recibía las pruebas, en vez de corregirlas, lo que hacía era escribir a partir de ellas, de modo que el texto impreso que había parecido más o menos definitivo desaparecía bajo una proliferación selvática de nuevas líneas y párrafos que se enredaban en los anteriores como filamentos de una planta trepadora hecha de tinta y no de savia.

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