Hasta que lo leí en este periódico, yo no sabía que se puede acelerar la proyección de las películas y las series de Netflix, y que muchos espectadores impacientes lo hacen. La idea me produce rechazo al principio, y despierta la peligrosa propensión al lamento cultural: ya no hay sosiego para nada, la gente quiere ficción rápida igual que quiere comida rápida, etcétera. Luego me paro a pensarlo y no estoy seguro de llegar a ninguna conclusión. ¿No acelero yo también, muchas veces, la velocidad en la lectura de un libro, por la codicia de averiguar el final, o por la impaciencia de acabar cuanto antes? ¿No me salto divagaciones que me aburren? Y también se da el caso de leer muy por encima algo a lo que me siento obligado, a veces por prisa o negligencia y otras porque, si se tiene cierta experiencia, un libro puede probarse, o catarse, como un vino, y adquirir una idea bastante precisa de su valor. No hace falta beberse la botella entera para apreciar la calidad del vino. Pero tampoco se puede disfrutar bebiéndolo a toda prisa.
Rápido y lento
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