Cuando era muy joven me desconcertaba una frase de Borges que ahora no sé citar de memoria: venía a decir que no hay un solo día de la vida en el que no pasemos al menos unos instantes en el paraíso. Me desconcertaba porque en esa época, con tremendismo juvenil, yo oscilaba entre la creencia utópica en un paraíso de justicia social y la convicción romántica de que lo más común, en la vida personal, sería el infierno, o al menos la resignación a lo rutinario y lo mediocre, sin más alivio que algunos momentos de fulgor rápidamente extinguidos ni más refugio que el de la literatura. Entre la realidad y el deseo yo imaginaba ese abismo irreparable de los poemas de Luis Cernuda. No era que Borges descartara la desdicha: sus poemas de amor eran al menos tan desolados como los de Cernuda. Y sin embargo, a pesar de todo, Borges aludía al paraíso como un lugar o un hecho cotidiano, no una imposibilidad, y menos aún una promesa lejana.
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