Castillos en el aire

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Habituado a levantar edificios hechos de palabras, un escritor tiene a veces la tentación de levantar uno de verdad que se sostenga firmemente en la tierra, que ocupe un lugar tangible en el espacio, una coordenada exacta en los mapas. A diferencia de cualquier otro oficio, en el de escribir no hay apenas trato alguno con instrumentos y con cosas materiales —hasta la antigua hoja de papel es ahora un rectángulo blanco iluminado en una pantalla—, así que quien se dedica a él siente con frecuencia una nostalgia o una envidia de todo lo que sea tangible, lo que requiera destrezas manuales más allá de la única y muy simple de pulsar con los dedos las letras de un teclado. El libro impreso sin duda es, al menos por ahora, un objeto físico. Pero cuando el libro llega a sus manos, el que dedicó tanto tiempo a escribirlo y revisarlo ya tiende a sentirlo lejos de sí, o a mirarlo con menos complacencia que remordimiento, si tiene algo de sentido crítico. Lo que ahora le preocupa no es ese raro objeto que lleva su nombre en la portada, sino otra quimera que tal vez ha empezado ya a formarse, la promesa de otro libro que de verdad sea original y de algún modo irrefutable, otro edificio futuro de palabras, un castillo en el aire de la imaginación.

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