Madrid contra Jane Jacobs

Publicado el

Hasta en Madrid puede haber momentos pastorales. Que duren tan poco hace que uno los aprecie más. Una de estas mañanas yo caminaba a la sombra fresca de unas acacias, antes de las nueve, apaciguando el paso y la respiración después de una carrera de 40 minutos por el Retiro, en un silencio en el que escuchaba bien mis pisadas enérgicas sobre la tierra y los silbidos largos de los mirlos, aunque también las segadoras y las desbrozadoras con que cuadrillas de operarios obedientes a la línea recta y al fanatismo del césped decapitaban sin piedad el esplendor de las hierbas y las flores silvestres. Una carrera solitaria por el Retiro a esa hora de la mañana lo provee a uno de bienestar para el día entero. Quizás porque me encontraba en ese estado me sobresaltó más la aparición, justo frente a mí, en mitad de la acera, de una de esas motos que antes se llamaban “de gran cilindrada”, rugiendo con ese escándalo que aprecian tanto sus propietarios. En este caso, el propietario acentuaba su empuje de marcialidad motorizada con un casco que le cubría la cabeza entera, y en el que llevaba incorporados, como un piloto de caza, un micrófono y unos prominentes auriculares. Vestía traje y corbata, y avanzaba por la acera con un visible orgullo de mostrar, como dice mi amigo Eduardo Barba, “lo que llevaba entre las piernas”. Venía derecho hacia mí, ejerciendo sin duda una de esas ventajas propias de la vida en Madrid, o “a la madrileña”, concretamente la de ir en moto por la acera, no como en esas ciudades socialdemócratas donde las aceras, y hasta algunas calles enteras, están reservadas tediosamente para los peatones, cuando no flanqueadas por carriles destinados al uso exclusivo de las bicicletas, segregados de la calzada principal con el fin exclusivo de fastidiar y oprimir a los automovilistas.

SEGUIR LEYENDO >>